ARBEIT MACHT FREI

Quiero compartir con vosotros el texto con el que me presenté al Concurso del blog de Escuela de Escritores de enero.

Estas eran las bases, por el profesor Pedro Bosqued:

Un barracón de un campo de concentración. Algo que no se ha destruido para no ser olvidado. Pero la acción ya ha pasado, y la conocemos. Con el uso del pretérito indefinido, contar una breve historia, una narración libre cualquiera, de 500 palabras aproximadamente.

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ARBEIT MACHT FREI

Hace unos meses me ocurrió algo abrumador. Como tantas veces, decidí participar en un concurso de escritura, en aquella ocasión con un texto sobre un campo de concentración. Abrí un paquete de galletas, me senté delante del ordenador y entré en internet, buscando inspiración y originalidad. Tecleé «campo de concentración» y aparecieron ante mí innumerables fotos. Comencé a visualizar una a una esas instantáneas de un negro periodo de la historia, meros instrumentos de transmisión de hechos pasados.

Pero de repente, una fotografía cobró vida: un niño de unos doce años, desnudo, con apenas más que piel sobre los huesos, me miró fijamente y parpadeó. La primera vez creí imaginarlo, sin embargo lo repitió. Se me cayó la galleta de la mano. Miré con detenimiento al niño, a esos ojos apenas visibles dentro de las pronunciadas y sombrías cuencas, desbordantes de desesperanza. No pude soportarlo y pasé la foto; en la siguiente apareció un barracón de ladrillo vacío. Me estremecí al sentir el frío y la humedad. Entró un grupo de hombres vestidos con trajes a rayas, sucios y rotos sin excepción; alguno sin chaqueta, dejando ver las costillas y los malsanos ángulos de sus huesos. En silencio, con andar cansino y en muchos casos cojeando se repartieron a lo largo de las literas de cuatro pisos. El olor a sudor, deshechos y derrota penetró por mis fosas nasales y bajó hasta la garganta. Reprimí una arcada y cambié a la siguiente imagen. Un hombre de pelo blanco y rostro marchito levantó con lentitud la manga izquierda de su jersey; quedaron a la vista cinco dígitos escritos en su brazo: 98288, tatuaje con el que el régimen nazi le condenó a vivir para siempre. Mi respiración se aceleró y se me humedecieron los ojos al pensar en el más doloroso y duradero estigma que le grabaron en el alma. Pasé a otra fotografía, en la que vi dos hornos incrustados en una gran estructura de ladrillos, en cada entrada una camilla metálica sobre raíles; oí el chirrido de una puerta, voces toscas y pasos acercándose, no quise ver más y puse la siguiente instantánea, que me mostró una alambrada de espino delante de un muro. Una ráfaga de viento helado me acarició la frente, suspiré angustiada y mi aliento se condensó en el aire. Por el margen derecho aparecieron, uno a uno, trece niños,  todos con amplias camisas de rayas sobre su ropa y la cabeza tapada para combatir las gélidas temperaturas. Se detuvieron frente a mí y me miraron, sin un ápice de infancia en sus semblantes. Dos lágrimas rodaron por mis mejillas, luego otras dos, y ya no pude más. Corrí hasta el baño y vomité. Después me metí en la cama y lloré por esos niños, por todos los niños, hombres y mujeres que sufrieron en aquellas fotografías, y por todos los que no vi. Pensé que a Einstein, cuando habló de las cosas infinitas, se le olvidó la maldad humana.

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