Epona

Comparto para los que no la hayáis leído —o sí pero os apetece volver a leerla, que todo puede ser— mi primera entrada en Letras & Poesía

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EPONA

—Cuando me muera, quiero que tiréis mis cenizas en el monte Epona, al lado de la ermita. Allí quedará mi alma para siempre. ¿Vendrás a visitarme, verdad?

—Claro que sí, abuelo.

No sé cuántas veces le oí decir eso. A mi madre no le hacía ninguna gracia, decía que vaya perra tenía con ese sitio; estaba a 400 kilómetros de la ciudad y había que subir andando. Y que además, allá arriba no había más que un aire horrible, una iglesia abandonada y caballos. «Bueno mamá» contestaba yo, «si es su voluntad habrá que cumplirla». Sin embargo, cuando llegó el momento, un viaje de trabajo me impidió acompañarles.

Siempre tuve muy buena relación con mi abuelo. Se quedó viudo antes de que yo naciera, y mi padre desapareció cuando supo que mi madre estaba embarazada, por lo que vivíamos los tres juntos. Se empeñó en ayudar en mi cuidado; desde cambiarme los pañales hasta pasearme y llevarme a la escuela. Se quejaba de que el duro y largo trabajo en la fábrica y los absurdos convencionalismos de su época le impidieron hacerlo con su hija. Yo adoraba a aquel hombre de mirada tierna y pelo negro, excepto por un mechón blanco en la parte izquierda del flequillo, que se negó a teñir a pesar de la insistencia de mi madre.

Cada noche, antes de dormirme, me contaba historias: algunas inventadas y otras reales. A menudo me hablaba de mi abuela. Según él relataba y pude comprobar en una foto que llevaba en la cartera, era una mujer robusta y pelirroja. Su color de pelo y el hecho de que acostumbrara a recoger hierbas para tratar diferentes síntomas y dolencias, provocaron que algunas lenguas viperinas la tacharan de bruja. «Y lo era, a mí me tenía hechizado» decía y me guiñaba un ojo sonriendo. Mi madre, la única descendencia que tuvieron, heredó el color de pelo de la abuela y el mechón blanco del abuelo, aunque ella se lo teñía todo de castaño. Lo hizo desde los catorce años, cansada de que la llamaran zanahoria.

La última vez que vi al abuelo yo tenía treinta años y un viaje de negocios a Zurich. Recuerdo darle un beso y un abrazo y prometerle que le traería un reloj. Por desgracia, murió esa noche de un ataque al corazón. Mi madre decidió no contármelo hasta mi regreso. Sabía que volvería al momento, y tenía miedo de que ello tuviera consecuencias para mi trabajo. Tardé un año perdonárselo. Doce meses de desplantes, malas contestaciones y reproches a la mínima oportunidad. Supongo que no lo merecía porque solo hizo lo que creía mejor para mí, pero tampoco fue justa conmigo ocultándome que aquel hombre, al que yo amaba, mi única figura paterna, se había ido para siempre; e impidiéndome tomar parte en su último y gran deseo.

Tras enterarme de lo ocurrido, me prometí a mí mismo que el siguiente fin de semana iría al Epona a visitarle. No lo hice. Ni ese, ni al siguiente, ni en las posteriores vacaciones. El dolor me lo impedía. Y la vergüenza; sabía que desaprobaría cómo trataba a mi madre. Me decía a mí mismo que era una tontería actuar así, siendo ateo y estando seguro de que al morir solo dejamos un cuerpo inerte que acabará por descomponerse. Como si realmente él estuviera en aquel lugar. Supongo que a causa de oír tantas veces, durante tanto tiempo: «Vendrás a visitarme», mi subconsciente interiorizó que se encontraba allí.

El mes pasado por fin me decidí. Era un domingo invernal; me desperté a las seis de la mañana por el fuerte golpeteo de la lluvia en mi ventana. Siguiendo un impulso, me vestí y subí al coche. Conduje tres horas obedeciendo las indicaciones del GPS hasta Gorai, el pueblo desde el que, según había visto en internet, se subía al Epona. Por suerte allí no llovía. En solo veinte minutos llegué al alto donde, tal y como decía mi madre, el aire te despeinaba con furia y descansaban los restos de una pequeña iglesia románica.

Durante un rato contemplé el paisaje: hacia un lado, una espectacular cadena montañosa; hacia el otro el mar, que embestía con furia los altos acantilados. Los oídos comenzaron a dolerme por el viento. Encontré refugio junto a las grandes piedras de la iglesia y me senté contra ellas. Dejé que los recuerdos me invadieran.

Un relincho me sacó de mi ensimismamiento. Me levanté y vi que un gran caballo se acercaba. Parecía muy decidido y me asusté. Pensé en correr, pero eso no tenía mucho sentido, no conseguiría ser más rápido que el animal. Tal vez la mejor idea fuera escalar hasta lo alto de las ruinas.

Como si leyera mis pensamientos, el caballo relajó el ritmo y se acercó despacio hasta mí. Era un hermoso ejemplar de pelaje marrón, crin negra y —se me cortó la respiración— un mechón blanco en la parte izquierda del flequillo. Alargué el brazo para acariciarlo con una mano temblorosa. Se dejó, dócil. Luego apoyó el hocico en mi hombro y yo cerré los ojos. Un calor irradió mi pecho desde dentro. Permanecimos así un rato. En algún momento comenzaron a correr lágrimas por mis mejillas.

Nos separamos al oír un suave relincho. Abrí los ojos y observé otro caballo, más pequeño y con una gran tripa. Un escalofrío recorrió mi espalda al comprobar que era una yegua de crin naranja, y preñada. También me permitió acariciarla hasta que, con lentitud, los dos se giraron y se alejaron.

Permanecí unos minutos, incrédulo, con la mirada perdida en el punto del horizonte por el que habían desaparecido. Después, aún aturdido, regresé al coche y conduje de vuelta a la ciudad. Compré un ramo de flores y fui a ver a mi madre. Le prometí que iría todos los días.

Y así lo hice hasta anteayer, día aciago en que un maldito e inesperado ictus me la robó. Tengo en mis brazos una urna metálica con sus cenizas. Mañana las esparciré en el Epona; y regresaré a su ermita en primavera. Estoy seguro de que aquella yegua habrá parido un precioso potro pelirrojo, con un mechón blanco en la parte izquierda del flequillo.

35 comentarios en “Epona

  1. palmeiralibre dijo:

    Por fin he logrado entrar en tu blog sin complicación, Luna, y ha valido la pena: me ha hecho revivir recuerdos y sentir multitud de emociones. Pero hoy y mañana son días complicados para mí. En cuanto me aposente prometo seguir leyéndote.
    ¡Ah!, cerca de mi pueblo también tenemos una montaña con manadas de caballos y hasta una ermita.

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    • lunapaniagua dijo:

      Me alegra leer que te gusta lo que escribo. ¿La complicación es por mi blog? Para arreglarlo en caso de que así sea.
      Seguro que es una zona preciosa la de tu pueblo, la foto que ilustra el relato es al lado del mío (y las yeguas nuestras :))
      Ánimo con estos dos días, y muchas gracias.

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  2. Daxiel dijo:

    Si, si, y reafirmando lo ya vertido en otro comentario, este relato tiene el trazo de «a lo Luna», una vez mas me sorprendes porque además de mi incipiente humor negro sobre mi accidente (en mano izquierda), en un viaje he llevado a mi hija 400 kilómetros, lugar alejado donde se accede solo con vehiculo 4×4, bajo la mirada atónita de la madre, al llegar después de caminar de reír y de pasear, le dije: «…y entonces cuando estén secas mis humedades, deseo que el viento me traslade, de duna en duna por estos lares, asi cuando quieras podrás venir a visitarme»; demás está decir lo que lloró aquella tarde, que como bostezo me contagio, entonces lloré a mares y comprendí, que hara lo que pueda o quiera, con mi ego abofeteado, no está bueno llorarte de antemano, mientras tengas humedades…

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    • lunapaniagua dijo:

      Ya tenemos por qué llorar por lo que ha pasado, mejor no hacerlo por lo que aún no ha ocurrido.
      Curiosa casualidad 🙂 Cada uno tenemos nuestra manera de entender la vida, y también la muerte. Llegado el momento se respeta la voluntad que tuvo a quien se quiere, por el cariño, amor y respeto, porque con eso la de la guadaña no puede acabar.
      Muchas gracias, Daxiel. Un abrazo.

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    • lunapaniagua dijo:

      Yo crecí en una ciudad pequeña pero mis padres son montañeros por lo que siempre he estado en contacto con la naturaleza. Ahora vivo en un pueblo y además tenemos animales (la foto es nuestra).
      La vasca es una cultura muy ligada a la naturaleza y su «religión» se basaba en ella. Aunque el nombre del relato es de origen celta, es la diosa celta de los caballos (y de la fertilidad y la naturaleza).
      Quiero decir con todo esto (siento la parrafada), que coincido contigo y que, bajo mi punto de vista, tiene más sentido encontrar esa espiritualidad en la naturaleza que en un templo, aunque por supuesto respeto todas las opciones.
      ¡Gracias! Otro abrazo para allí.

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      • Ignacio de Miguel Díaz dijo:

        La conexión con la naturaleza creo que es algo emocional y atávico, estar en mi pueblo (son 7 en invierno y somos 50 empadronados) y oir el silencio es como si se soltara una olla a presión dentro de mi… lo de que las horas no tengan significado y comas cuando tu cuerpo tenga hambre, descanses cuando el cuerpo lo pida y disfrutes cada segundo como una hora es una sensación muy especial… casi mística a veces 🙂

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        • lunapaniagua dijo:

          Ya ves, se supone que vamos hacia delante, pero cuando vivimos de una manera más «antigua» y sencilla nos sentimos mejor. No contestes si no quieres pero ¿de dónde eres? Me ha producido mucha curiosidad un pueblo tan pequeño…

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  3. Ignacio de Miguel Díaz dijo:

    No me deja responder en tu comentario, voy desde los 4 o 5 años a La Hiruela en la Sierra Norte de Madrid, ahora esta muy masificado por los turistas en fin de semana (el domingo a las 8 de la tarde vuelven a ser 10 personas) pero cuando yo empecé a ir estaban metiendo electricidad y agua en las casas, mi madre incluso tenía que ir al lavadero con la ropa. Aquí tienes algunas fotos etc. http://turismolahiruela.es no hagas mucho caso al texto porque es muy publicitario pero las fotos son bonitas 😉

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  4. @lidiacastro79 dijo:

    Qué bonito, Luna! Me ha emocionado; está lleno de sensibilidad.
    ¿Ese monte Epona exite o es una invención tuya? Disculpa mi ignoracia jajaja Lo que sí existe es Epona, la diosa celta de los caballos.
    Muy bien narrado. Un abrazo 🙂

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