Más allá de la tristeza

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MÁS ALLÁ DE LA TRISTEZA

Que mi hermana muriera fue lo peor que me había pasado en la vida. Con diferencia. Naiara era mi gemela, siempre habíamos estado juntas. Nos crearon a la vez y nacimos con apenas cinco minutos de diferencia. En el colegio y en el instituto nos pusieron en clases diferentes, pero nos juntábamos en el recreo. Incluso elegimos la misma carrera de universidad, que debíamos empezar el próximo septiembre.

Cuando le detectaron el maldito tumor en el cerebro confiábamos en que lo superaría. Yo estuve segura hasta que llamaron a mamá por teléfono y cayó de rodillas, gritando tan alto esas palabras que ni siquiera me atrevo a repetir. Aun y todo, tuve que oírselo decir para creerlo. «Tu hermana ha muerto». Se me rompió el corazón. No hay otra explicación para el dolor que sentí en el pecho. No podía hablar, ni llorar, ni moverme. Tenía la garganta seca y comprimida. No podía aceptarlo. No podía ser verdad; esas cosas les pasan a otros, pero no a una misma. Mamá me abrazó y entonces sí, di rienda suelta a mis lágrimas y a mis lamentos. No conseguía parar; cuando parecía que me tranquilizaba, se me aparecía la cara de Naiara en la mente y comenzaba otra vez.

Esa noche no pude dormir. Vueltas y más vueltas en la cama. Lágrimas y más lágrimas sobre la almohada. Recuerdos y futuros recuerdos que ya no se crearían. Y culpa, por no haber estado a su lado, por no haberle dado la mano mientras se iba. ¿Cómo iba a saber? Los médicos no esperaban una recaída y solo papá estaba con ella. Por lo menos no estaba sola. Pero todo lo habíamos hecho juntas. Y ahora yo sí que estaba sola.

A la mañana siguiente en el velatorio; ahí estaba ella, tumbada y como dormida detrás del cristal. Solo que no estaba dormida. Y ni siquiera parecía ella. Era como un muñeco no del todo logrado, con ese poco pelo y ese color de piel tan oscuro y nada natural en mi hermana. La miraba y no sentía nada. Pensé que ese iba a ser un buen momento para despedirme, pero no pude hacerlo, no la reconocía es ese cuerpo inerte.

No paró de entrar y salir gente; algunas caras conocidas y otras no. Yo intentaba mantener la compostura y acompañar a mamá y papá. Dicen que lo peor que te puede pasar en la vida es perder un hijo, por lo que llegué a la conclusión de que su sufrimiento era mayor que el mío, y que no tenía derecho a mostrarme hundida delante de ellos.

A la tarde funeral de cuerpo presente. De cuerpo vacío presente. Más gente abrazándome, besándome y dándome el pésame. Y una única pregunta: «¿Cómo estás?», para la que yo tenía una sola respuesta: «Triste». Lo que yo sentía era tristeza, pura y simple tristeza. Un vacío enorme en el pecho y un cansancio mental terrible. Me di cuenta de que, en realidad, nunca había estado triste hasta entonces. Jamás. Ni cuando no me compraban chuches, ni cuando no me regalaron el perro, ni cuando no pude ir al viaje de fin de curso, ni cuando Mikel me dijo que le gustaba otra. Eso era otra cosa, sentirse decepcionada o frustrada, pero no triste.

Tras una segunda noche en vela fuimos mamá, papá y yo al cementerio. No queríamos que viniera nadie más. Metieron su ataúd al lado del de la abuela Josefa, que murió a los noventa y ocho años de un infarto. Mamá se mareó y la llevaron a una sala del cementerio. Yo me quedé de pie frente al nicho aún sin nombre en la losa, con los párpados tan hinchados que los sentía tirantes, cuando una voz de sobra conocida dijo: «Hola». Sentí como si un hielo recorriera mi columna vertebral, de abajo arriba. Me dije a mí misma que tanto dolor me estaba volviendo loca y me di la vuelta. «No te vayas, porfa». Noté calambres en las rodillas. Me giré y la vi. Era ella. Naiara. Tan tenue que parecía transparente, y temblaba, como un holograma. Papá me llamó, debíamos irnos. No sabía qué hacer. «Ven mañana» me dijo.

Volví a la mañana siguiente, antes de que el día clareara por completo. No estaba segura de si de verdad la había visto o fue una alucinación. Enseguida se despejaron mis dudas, apenas tuve que esperar para que apareciera.

He vuelto todos los días, algunos hasta dos veces. Le cuento todo: cómo están mamá y papá —dice que se les aparece cuando van pero ellos no la ven ni la oyen—, lo que hacen nuestros amigos, quién sale con quién, las notas que saco. Nos reímos y lloramos, contentas de seguir viéndonos pero apenadas por no poder darnos la mano ni un abrazo.

A nadie le extraña verme hablando sola, al fin y al cabo, no soy la única que lo hace en ese cementerio.

Reto 32 para Literup – Piensa en alguien a quien echas de menos y ya no está para recrear un relato cargado de emoción.

23 comentarios en “Más allá de la tristeza

  1. Maria del Mar ponce dijo:

    Desde el principio hasta el final he estado llorando, leyendo, emocionada, dolorida, triste y al mismo tiempo admirandote por lo que me has transmitido. IMPRESIONANTE, DE LO MEJOR QUE HE LEIDO TUYO Y EN GENERAL. Mi admiración siempre y besos a tu alma. Eso sí me gustaría que fuera solo ficción porque si no creo que la tristeza me va a durar bastante.

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  2. faloymunoz dijo:

    ES LA PRIMERA VEZ QUE LEO UNO DE TUS RELATOS Y ME ENCANTO, HE LLEGADO A TI A TRAVES DE ANA CENTELLAS , BUENO UN RELATO DE ELLA QUE TU COMENTASTE, VOY A PONERLO EN ALGUNO DE MIS GRUPOS DE FACEBOOK QUE ADMINISTRO, BUENO SOLO CUADRA TU RELATO QUIZA EN DOS DE ELLOS , PERO TAMBIEN EN MIS PERFILES, ES QUE ME HA GUSTADO MUCHO, A VER ES UNA HISTORIA SENCILLA PERO ENTERNECEDORA , EN MI OPINION. GRACIAS

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