Concurso «Vacaciones»

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No quepo en mí al contaros que soy una de las dos ganadoras del concurso «Vacaciones», de Librújula junto con la Escuela Cursiva (Penguin Random House. Grupo Editorial).

El premio es un curso de Escuela Cursiva: escritura creativa de suspense, impartido por el escritor Agustín Martínez. Los que me soléis leer podéis imaginaros lo que me he entusiasmado al enterarme de que el premio era ese curso en concreto… estoy deseando que empiece.

Os dejo mi relato, Dos sillas y una sombrilla, y os invito a leer también el otro ganador en este enlace, y a visitar el resto de la página.

Los requisitos eran que tuviera como máximo 500 palabras y estuviera relacionado con las vacaciones.

Dos sillas y una sombrilla

Desde que Miguel se jubiló iba los meses de verano con Rosa, su mujer, a Benidorm. Compraron un apartamento frente a la playa y cada mañana madrugaba para coger el sitio que más le gustaba: alineado con su portal y la isla. Ni un metro a la derecha, ni un metro a la izquierda. Allí plantaba la sombrilla y dos sillas hasta el mediodía.

El segundo año, después de tres semanas, se encontró una desagradable sorpresa: alguien ocupaba su trozo de arena, lo que le obligó a desplazarse hacia un lado. Enseguida supo que eran María y Antonio, también jubilados. Habían comprado un apartamento en su mismo portal.

Desde entonces madrugaba un poco más. Algunas veces encontraba su sitio libre y otras, ocupado. Si se cruzaban, las dos parejas se miraban, solo un segundo, con la barbilla alta y los ojos inmóviles. No se dirigían la palabra.

Un año más tarde, dispuesto a comenzar la temporada con una victoria, se encaminó a la playa antes de que el cielo clareara por completo, pero se topó con la sombrilla roja, aunque una sola silla. Al rato, María se instaló en el solitario asiento. No levantó la barbilla al verles y una cortina húmeda velaba sus ojos.

El siguiente invierno Rosa no superó una neumonía. En verano Miguel viajó a Benidorm, con la esperanza de que el sol evaporara su pena. Continuó la cruzada por el mejor sitio de la playa, con la silla tan solitaria como su corazón.

De vuelta a la ciudad un ictus le provocó una cojera incurable. Nueve meses después llegaba, de noche, al apartamento. Arrastraba la maleta y la pierna izquierda hacia el ascensor cuando se cruzó con María. Creyó que iba a decirle algo, pero él agachó la cabeza y siguió su camino. Había perdido. Ya nunca volvería a llegar primero.

A la mañana salió del portal con las manos vacías. A partir de entonces solo daría un corto paseo por la orilla y volvería a casa. Le sorprendió ver dos sillas, una ocupada por María y otra vacía, bajo la familiar sombrilla roja. Se le antojó descolorida; los años también habían hecho mella en aquel quitasol.

Cuando llegó a la orilla, María tenía la vista fija en él; le pareció ver una sonrisa divertida entre sus numerosas arrugas. Le devolvió la mirada y ella hizo un gesto con la mano hacia la silla vacía. Fingió no haberlo visto.

Al día siguiente la misma estampa: dos sillas, una de ellas libre. Dio media vuelta y en la primera tienda que encontró compró una bonita sombrilla de varios colores. Se dirigió con ella hacia María; sin mirarla y con gran esfuerzo cambió el guardasol pálido por el nuevo y se sentó en la silla desocupada.

Entonces sí, la miró. Se sonrieron, giraron la vista al frente y la perdieron en el horizonte, más allá de la isla.

 

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