El abuelo me tiene manía

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EL ABUELO ME TIENE MANÍA

—No vas a tocarla en tu vida, rapaz.

Esa es la respuesta que recibí de mi abuelo la primera vez que le pedí su bicicleta. Ocho palabras que desencadenaron las lágrimas del niño de cuatro años que yo era entonces.

—¡Padre! No le diga eso al niño. Mire qué disgusto le ha dado. —Mi madre me acarició la cabeza y yo me agarré a su pierna más fuerte de lo que nunca, años después, me agarraría a ninguna farola de vuelta a casa tras salir de fiesta. —Déjele, solo es una bicicleta.

—No es solo una bicicleta. —El abuelo achinó los ojos y movió el dedo índice de la mano derecha delante de la cara de mi madre—. Es mi compañera, juntos somos una máquina perfecta. No quiero que ningún mocoso la estropee.

—No hace falta que seas tan desagradable. Podrías decirle que cuando sea más mayor y cuidadoso se la dejarás.

—Está bien, qué mujer. Eh, rapaz. —Me miró sin agacharse y cuando mis anegados ojos establecieron contacto con los suyos, dijo: —No vas a tocarla en mi vida. Cuando me muera, será tuya.

Mi llanto se detuvo al instante y sonreí. No me di cuenta de que los mocos que se me escapaban de la nariz comenzaban a deslizarse por el labio superior. Solté la pierna de mi madre y pregunté:

—¿Y cuándo te vas a muerar, abuelo?

Miró hacia arriba y movió la cabeza de un lado a otro, y un momento después se encogió  de hombros y enseñó las palmas de las manos ante la mirada afilada de mi madre. Se marchó y entonces ella me explicó que no era muerar, sino morir. Que cuando el abuelo fuera mucho, pero que mucho más mayor, iría al cielo y no volvería nunca más. Y que como aún faltaba mucho para eso y antes no me iba a dejar su bicicleta, podía pedirles una a los Reyes Magos y portarme muy bien para que me la trajeran.

Había dos cosas del relato de mi madre que no me acababan de convencer. Una, que mi abuelo pudiera ser mucho más mayor aún, ¡si ya era muy viejo! —mi percepción de la vejez ha variado desde entonces—. Dos, que si el abuelo se iba al cielo, dejara aquí su bicicleta. Seguro que se la llevaría. Me preguntaba si en sus paseos por el cielo pasaría sobre las nubes o a través de ellas —mi percepción de la muerte también ha cambiado—.

La verdad es que siempre pensé que el abuelo me tenía manía, no solo por lo de la bicicleta. Para empezar, a ningún otro nieto llamaba rapaz. Los demás eran rapaciñas o rapaciños. Si a mis primos les daba diez pesetas, a mí un duro. Era el único al que no subía en sus rodillas y le hacía el borriquito. Una vez, por un momento, me sentí especial. Tenía siete años y me dijo que bebiera de su vaso. Pero cuando ese líquido me escoció en los labios y lo sentí quemarme mientras se adentraba en mi cuerpo y bajaba hasta el estómago, me convencí de que yo no le gustaba. Mi madre me decía que sí me quería, pero al no tener yo padre, se comportaba como si lo fuera porque pensaba que necesitábamos un hombre en casa. «Necesitar un hombre», repetía siempre, y echaba fuerte el aire por la boca.

Aun y todo, nunca cesé en mi empeño de agradarle. Cada domingo entraba por la puerta de su casa con un dibujo, que él dejaba sin apenas haberlo mirado en la mesa de la cocina. Después del «Podrías hacerle aprecio, que te lo ha hecho con toda su ilusión» de rigor de mi madre, el abuelo salía con el culote y el maillot verde en su bicicleta a dar una vuelta, mientras mi madre preparaba la comida para toda la familia y yo le pintaba unos cuantos dibujos más. En cuanto volvía, le daba un abrazo no correspondido y le preguntaba si me dejaba su bicicleta. Solo subirme. «Cuando me muera», era su única contestación.

Hace cuatro días sucedió. Nos dejó. Apenas hacía un mes que había enfermado, sin embargo, él ya sabía que no había vuelta atrás. Mi madre lo acompañaba día y noche, y me contó que había subido la bicicleta al camarote y al bajar le dijo:

—Ya falta poco. He dejado la bicicleta preparada para el rapaz.

Cuando me lo contó cerré los ojos y aspiré fuerte por la nariz. Aquello me decía que mi abuelo sí me quería. Que era verdad eso de que era duro conmigo porque pensaba que era la manera de educar a un hijo. Me quería como a un hijo. Detrás de su mirada pétrea y sus ásperos modales había un corazón que intentaba acompasar mi latido al suyo.

Y hoy es el día y este es el momento. Meto la llave que hace un rato me ha dado mi madre en la cerradura de la puerta del camarote. La giro y tiro. Me siento estúpido y empujo. Ahí, frente a mí, está la bicicleta del abuelo. Apoyada contra la pared en perfecta verticalidad, con un aire de dignidad que yo no he poseído jamás. Me acerco, la acaricio con premura: el manillar, el cuadro, el sillín. Como si pudiera deshacerse entre mis manos la muevo, paso una pierna al otro lado, agarro sin apretar los manillares y, con el pulso más acelerado que si estuviera subiendo el Tourmalet, me siento sobre el sillín.

Estoy en el suelo. Miro las piezas desperdigadas de la bicicleta. Me duelen varias zonas del cuerpo. Pero el mayor dolor que siento no es físico; no ha sido mi peso ni la antigüedad de la bicicleta lo que ha provocado que se desmontara. «He dejado la bicicleta preparada para el rapaz» resuena en mi cabeza. Una cascada de lágrimas sala mis enérgicas carcajadas. Sin duda, el abuelo me tenía manía.

Con este relato participo en el concurso de Zenda #historiasdebicis.

88 comentarios en “El abuelo me tiene manía

  1. JM Vanjav dijo:

    Ciertamente el abuelo quería que se acordará de él hasta después de muerto. Lo de la bici, en vida, se lo paso pero que solo le diera un duro, menudo cascarrabias. Las cosas que se aprenden de niño se desarrollan de mayor, una infancia de discriminación más que fortalecer el carácter lo puede amargar.
    Yo, cogería la bicicleta despiezada y la echaría a una hoguera bien grande para que le llegará al abuelo por servio exprés al infierno y se sintiera como en casa 😛

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  2. carlos dijo:

    Es un relato sorprendente Luna y tan bien redactado que he podido acompañar al rapaz en su sufrimiento. Presuponemos que vamos a recibir cariño de nuestros familiares y en ocasiones sólo percibimos desprecio y egoísmo por su parte. Por la nuestra siempre queda la posibilidad de convertir la herencia en pasta gansa y adquirir una Honda. Un besazo.

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  3. palmeiralibre dijo:

    Si en el microrrelato eres muy buena, afirmo que este cuento me ha encantado: el contenido y la forma de expresarlo.
    Lo triste es que existen abuelos de esa catadura moral. Tengo referencias de un abuelo parecido al de tu relato, pero sin bicicleta. En este caso, la actitud discriminatoria la ejercía entre dos primos de la misma edad -sus nietos- cuando cada domingo, por tradición e imposición, se veían obligados a comer en casa del abuelo. Para el nieto despechado era un verdadero suplicio la comida familiar. Siendo un niño brillante en su expediente académico y muy respetuoso, el abuelo, con su agravio comparativo, le hacía sentirse poquita cosa. Tal vez en su comportamiento influyesen reminiscencias hitlerianas, puesto que el nieto físicamente era muy menudito y el otro, no. Quién sabe…
    Un abrazo enorme.

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    • Luna Paniagua dijo:

      Podría ser porque en esto de discriminar siempre encontramos motivo. Creo que las niñas lo sabemos…
      Muchas gracias por tus halagos 😊 Me gusta concentrar palabras pero también dejarme llevar por la historia… aunque tuve que recortar un poco, el límite era mil.
      Besazos

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  4. noteclavesilustracion dijo:

    Estoy en la sala de espera del consultorio (esperando a la enfermera para la revisión) Le resumo a Pablo el cuento del abuelo y la bicicleta, sonríe y se queda pensando. Un hombre con pinta de alemán que hay al lado nos dice :»Haz feliz a un niño y tendrás a un adulto esclavo»
    Pablo toma la palabra, muy lento porque empieza a tener dificultades para expresarse: «Se la deja así para que se fije en qué consisten las piezas y aprenda a montarla…la bicicleta no consiste sólo en subirse y hala…Pero sí que le quería, lo que tiene es que a su de otra manera…»
    Y yo te digo: ¡Qué pedazo de relato!

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  5. whatgoesaround dijo:

    Pues qué cabroncete el abuelo, hablando claro. Para mí es a mala leche. Coincido en esto con tus puntos de vista y tu sensibilidad: ni entiendo ni comparto esos planteamientos de «ser más duro con él para educarle», «hacerle de padre mostrando severidad y autoridad» y mil maneras de expresarlo, como «le quería a su manera». Seguramente le querría, pero no van conmigo esas formas. También coincido en lo que habéis dicho en los comentarios: esa dureza, discriminación o incluso desprecio a la hora de tratar o educar niños y niñas lo único que consigue es que esas personas crezcan con complejos, traumas, dolor, inseguridad, sensación de que no te quieren o te rechazan. Lo sé muy bien, mi padre era a su manera duro y distante conmigo, a veces, no siempre, y eso ha marcado mi personalidad para siempre. Y me quería, lo sé, pero como niño llegué a sentir un respeto por él que muchas veces era miedo, directamente. Y la palmó y se fue para siempre.
    Y entiéndelo, ni padres ni abuelos me gastaron grandes putadas ni me pegaron grandes palizas, pero la dureza pasa factura. Ni me dejaron bicis de tal guisa.
    Ciao, Luna.

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    • Luna Paniagua dijo:

      Creo que has dado en el clavo con «sensación de que no te quieren o te rechazan», eso es lo que ocasiona problemas a corto y largo plazo, no que te mimen. Y ojo, que eso no quiere decir que se les de todo lo que quieran. Yo todos los días regaño a mis hijos, castigar menos pero también. Y todos los días los achucho bien achuchados (aunque no quieran, ja, ja).
      Que un niño sea formal porque tiene miedo… da mucha pena, pienso que no es la manera de educarlo.
      Este tema da para mucho, igual me animo y escribo una reflexión.
      ¡Gracias, What!

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  6. Estrella RF dijo:

    Apenas conocí a tres de mis abuelos. La cuarta fue, en realidad, quien ejerció de madre conmigo, era dura y distante pero me adoraba y, con los años, he comprendido todo lo que hizo por mí.
    A ese abuelo tan h.p. le puedo comparar con mi padre, escribí un post, te dejo el enlace, no es ficción, es tan solo una parte de la realidad, https://estrf.wordpress.com/?s=venganza+mezquina. Ese abuelo no merece ni un recuerdo.
    Me ha parecido un relato muy bueno, he sentido como se iba clavando el dolor en el corazón, como si fuera un puñal recordándome tantas cosas…
    Un abrazo.

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