Rumbo al sur

La estaca clavada

No es que yo me alegre de este horror de pandemia, ¿eh? ¡Dios me libre, con la de gente que está sufriendo! Pero en un libro que me dejó Rosa, la del quinto, y es un tostón, el libro, Rosa no, ella es muy maja, vamos a andar juntas y me pasa recetas, aunque yo creo que en la del pastel de carne no me cuenta algo, porque no me queda igual que a ella. A ver, qué estaba yo diciendo… ah, sí, que en el libro ese pone que siempre hay que buscar el lado bueno de las cosas, que por malas que sean, lo tienen.

Y yo se lo he encontrado a esto del puñetero coronavirus: aquí estamos rumbo al sur mi Fonsi y yo. Sin nietos, porque «mamá, este verano los apuntamos a colonias que, aunque ya estéis vacunados, hay que seguir teniendo cuidado». Sin suegra, porque «amor, ¿cómo la vamos a meter en el coche con nosotros tantas horas y después en un piso tan pequeño? Que tiene casi cien años y yo voy al súper, tú al hogar del jubilado, a ver si la vamos a liar y yo no quiero vivir con esa culpa».

Así que, después de casi cincuenta años —y el último sin salir de Madrid—, el apartamento de Torremolinos va a ser para nosotros dos solitos y, además, no vamos a tener cantamañanas en la playa en un radio de dos metros. Este sí que va a ser el verano de mi vida.

Imagen de Carlos, del blog La estaca clavada.

Relato para el concurso de Zenda #elveranodemivida.

 

Chaika

La estaca clavada

—Abuela, abuela, ¿a que esta eres tú?

Valentina mira las páginas a todo color del libro que su nieta le ha puesto sobre las piernas y sonríe.

—Así es, Catia, soy yo. Aunque hace ya muchos años de eso.

—¿Antes de que yo naciera?

—Sí, y antes también de que mamá naciera.

—¡Ala! —La pequeña deja el libro en el suelo y se acomoda en el regazo de su abuela—. ¿Da miedo ir al espacio?

—Un poco sí. Iba sola y me dolía el cuello porque el casco pesaba mucho. También me mareaba.

—¡Como yo cuando nos vamos de vacaciones! Pues vaya rollo.

—Bueno, eso era lo malo, pero hubo muchas cosas buenas. ¿Sabes qué? Estuve por ahí tres días y vi donde vivimos desde arriba. Di la vuelta a la Tierra cuarenta y ocho veces.

—¡Eso es un montón! Normal que te marearas. ¿Veías a la gente pequeñita?

—Qué va, cariño, estaba tan lejos que no se apreciaban las personas.

—¡Ala! Y ¿vas a volver a ir?

—Ojalá. Me gustaría llegar a Marte.

—¿Puedo ir contigo?

—Aún eres demasiado pequeña. Pero, si quieres, tú también puedes ser astronauta, cuando seas más mayor.

—¿Qué tengo que hacer para ser as-tro-nau-ta?

—Tienes que portarte bien en el cole, estudiar mucho y sacar muy buenas notas. Y comer sano y hacer ejercicio.

—¿No puedo comer chuches? ¿Ni siquiera los viernes?

—Alguna sí. Pero pocas, ¿eh?

Catia desvía la mirada de los ojos de su abuela y permanece callada. Valentina la empuja con suavidad por la barbilla, y le seca con el pulgar una lágrima solitaria que se le desliza por la mejilla y amenaza con ser la primera de muchas.

—¿Qué pasa, cariño?

—Creo que no podré ser astro-astronauta. Las mates se me dan un poco mal.

—Tú estate atenta en clase y pregunta siempre lo que no sepas. Así, tarde o temprano, lo aprenderás todo bien, no te preocupes.

Ahora es Valentina quien desvía la mirada. Su mente retrocede hasta la infancia, en una aldea del centro de Rusia. Recuerda el primer día de escuela con ocho años y el último solo otros tantos después. Le vuelven a la memoria las jornadas en la fábrica textil, la ilusión del primer salto en paracaídas y la capacitación para ser astronauta pasadas las dos décadas de vida, y los estudios de Ingeniería Espacial, ya después del viaje al espacio.

—¿Sabes qué? —Vuelve a mirar a Catia, quien la observa con los ojos rojos—. Se me han olvidado tres cosas muy importantes que tienes que hacer para ser astronauta o cualquier otra cosa que quieras. Una es leer mucho.

—Libros gordos y con un montón de letras, seguro.

—Pues no, da igual de qué tipo sean.

—¿Valen los de dibujos como ese? —Señala el que había dejado en el suelo, abierto por el dibujo de su abuela.

—Claro que sí. —Le acaricia la cabeza—. La segunda cosa es jugar mucho. Todos los días, en casa, en el cole, en la calle, sola y con los amigos.

—¡Eso ya lo hago! —La sonrisa de Catia provoca una suave carcajada en Valentina.

—¡Estupendo! Sigue así. Y la tercera y última cosa es creer que puedes hacerlo, que puedes ser astronauta o lo que te guste. Y si alguien te dice que no, ¡no le hagas ni caso!

—¿También puedo ser médico como mamá? ¿Y policía? ¿Y peluquera? —Valentina afirma una y otra vez con la cabeza—. ¿Y conductora? ¿Y profesora? ¿Y nadadora? ¿Y…

—Vale, vale. ¡Lo que quieras! No lo tienes que decidir ahora, ya lo irás pensando.

Catia salta al suelo, recoge el libro y vuelve a sentarse en las piernas de su abuela.

—¿Me lo lees desde el principio?

—Claro. —Valentina lo cierra y comienza por el título—: Intrépidas. Los excepcionales viajes de 25 exploradoras.

Imagen de Carlos, del blog La estaca clavada.

Relato para el concurso de Zenda #SueñosdeGloria.

Valentina Tereshkova, la primera mujer en ir al espacio, el 16 de junio de 1963.

Primera mujer en ir al espacio

Viejo sueño, vida nueva

Fuegos artificiales

Quince minutos antes de la hora ya está preparado. Con la mirada fija en algún punto del interior de su mente, deja pasar el tiempo. No repara en el ruido de sus inspiraciones ni en el del corazón que por momentos triplica la fuerza y frecuencia del bombeo.

Catorce minutos después se levanta. Ahora sí. Eso por lo que tanto ha luchado, eso por lo que ha trabajado durante tantos años, lo tiene a sesenta segundos. Comienza a caminar hacia su sueño, mientras se pregunta por la inusitada quietud. Encuentra la respuesta al girar la última esquina: más personas de las que puede contar forman un pasillo humano que rompe a aplaudir al aparecer él. No alcanza a definir las caras mientras avanza, un paso tembloroso tras otro, pero ve muchas sonrisas y algunas lágrimas. Entonces, observa su mano derecha, como si no fuera suya, sacar la tarjeta del bolsillo y, por última vez, pasarla por la máquina de fichar.

«Jubilado», piensa y retiene cinco segundos el aire en los pulmones, antes de soltarlo de golpe. «¡Jubilado!», escucha en infinidad de voces mientras recibe abrazos, palmadas en la espalda y apretones en los brazos. Deja atrás los «felicidades», «ahora a disfrutar», «te echaremos de menos», «ven a visitarnos» y «estaremos en contacto» y se enfrenta al frío de enero.

Allí está ella. La mira e intuye una sonrisa que le pliega el rostro por los surcos que ha horadado ese gesto repetido a diario. Le baja la bufanda y se acerca hasta tocar los labios tan secos como los suyos, pero él los siente tan húmedos y tersos como cuando ella lo besó detrás del seto cuarenta y ocho años antes, justo antes de entrar en esa fábrica por primera vez.

Se separa lo justo para enfocar su cara y la cubre hasta la nariz con la bufanda, mientras le dice: «No necesitarás esto en Benidorm».

Imagen de Carlos, del blog La estaca clavada.

Relato para el concurso de Zenda #SueñosdeGloria.

 

¡Qué estrés de Navidad!

Qué estrés de Navidad

Gracias a Dios o a quien sea que ya se acaban estas Navidades. Las más estresantes de mi vida, con diferencia. Desde el día de principios de noviembre en que recibí las cartas de papá Noel y los Reyes Magos he estado en un sinvivir. Que ellos no iban a venir este año, escribían, que son grupo de riesgo y no podían salir. Me puse en contacto con Olentzero, el Apalpador, el Angulero, el Tío de Nadal y nada, que estaban todos en confinamiento preventivo. ¡El Tío de Nadal! «Pero si eres un tronco», le contesté. Y él, que sí, que un tronco pero viejo, y que si un año se podía librar de los golpes, no iba a perder la oportunidad.

No tenía elección: tocaba preparar una estrategia para que mis dos hijas tuvieran sus regalos sin darse cuenta de que había sido yo. Escribí las cartas con ellas, buscando lo que querían en internet con la excusa de ponerlo bien, para que no se confundieran y les trajeran algo parecido que no les gustara tanto. «Pero mamá, si siempre lo han entendido». «Ya, pero este año igual andan despistados con lo del coronavirus y se lían». Menos mal que soy de respuesta rápida, porque estas dos cuando no quieren enterarse no se enteran de nada, pero cuando sí… ríete tú de Poirot.

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El fin del mundo

Fisterra

Imagen de Carlos – La estaca clavada

—¿A dónde vamos?

—Juntas, al fin del mundo.

Sesenta años después resonaba esa respuesta en su memoria, mientras su vista cansada se perdía donde no distinguía si era cielo o mar. Había conducido muchas más horas de las que las lumbares aguantaban sin atormentarla, pero no quiso hacer noche por el camino. Eso le habría impedido cumplir el plan propuesto: recrear aquel primer viaje con Pili en su Seiscientos, marcado por tantas primeras veces.

Había madrugado más que el sol. Aún era de noche cuando dejó atrás Debagoiena y se adentró en la sinuosa carretera del puerto de Kanpazar. Las primeras luces del día le permitieron distinguir la torre de Petronor. Cuánto mejor la vista hacia el otro lado, a la oscura playa de la Arena, que en unas horas comenzaría a llenarse y en donde, ese verano, solo los más madrugadores conseguirían sitio. Seguir leyendo

Tres reyes y un pastorcillo

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Ilustración  propia

—Ya sabía yo que esto acabaría pasando… —Se dijo Melchor a sí mismo, mientras giraba la cabeza de un lado a otro e intentaba ignorar la desde esa madrugada incesante discusión a sus espaldas.

—Es que no entiendo por qué no puedes contarme lo que has hecho cuando te has levantado esta noche —decía Gaspar por enésima vez.

—Te lo he contando mil veces —respondía Baltasar en el mismo tono con el que le hablaría a un niño —, me sentó mal la cena que nos dieron en ese campamento y tuve que salir corriendo a vaciar el vientre.

—Ya, y ¿por qué te demoraste tanto en volver? Y no mientas, que te estuve esperando despierto, ¡sé lo que tardaste!

—Me costó encontrar algo con lo que limpiarme, ¿tú has visto una sola hoja en este maldito desierto? ¿Qué querías, que me lavara con la túnica?

—Y fuiste a buscarlo a la borda de ese pastorcillo, ¿no? Y yo como un idiota esperándote para darte calor… —Gaspar comenzó a sollozar.

—¡Que no he estado con ningún pastor! —Por primera vez, Baltasar levantó la voz.

—¡¿Con quién, entonces?!

—¡Con nadie! ¡Que fui a cagar! ¡¿Cómo demonios tengo que decírtelo?!

—¡Basta ya! —La profunda voz de Melchor detuvo la discusión y los gimoteos de Gaspar—. No sois adolescentes, sois reyes, comportaos como tales de una vez. Y dejadme concentrarme en la estrella guía. Me despistáis y acabaremos por perdernos y no llegaremos a darle sus regalos al Niño.

—Para lo que este le lleva —murmuró Gaspar—, mirra… ¿A quién se le ocurre llevarle a un recién nacido una sustancia para embalsamar muertos? Si es que no tiene sensibilidad ninguna, ya me estoy dando cuenta…

—También sirve para otras cosas —respondió Baltasar mientras pensaba que todo lo que aquel hombre tenía de atractivo lo tenía de inculto —. Además, y ¿tú qué? ¿Incienso? Oh, eso sí que es útil…

—Pues claro que lo es, para mantener un buen ambiente y combatir los efluvios de las deposiciones del Niño. Porque los bebés sí que cagan a todas horas, no como tú, que dices que lo haces, pero te vas con ese past…

—¡Que no he estado con ningún pastor!

Melchor azuzó a su camello para que fuera más rápido y el resto del camino mantuvo una distancia mayor con los otros dos reyes. Seguía oyéndolos, pero más lejos y le costaba menos mantener la vista en la estrella.

Cuando por fin llegaron al portal de Belén, los tres se quedaron maravillados. Era pequeño, justo entraban María, José, el Niño, y una mula y un buey que los calentaban. Eran pobres pero el ambiente que se respiraba destilaba riqueza en amor. Melchor hizo las presentaciones y les ofrecieron sus presentes. Tras dejar el suyo en último lugar, Baltasar posó su mano sobre la de Melchor, quien lo miró de reojo intentando mantener el semblante serio, para finalmente ofrecerle una sonrisa. No necesitaron palabras, sus miradas se dijeron lo mucho que se querían y deseaban terminar con esa tonta discusión.

Tras descansar y dar bebida y comida a los camellos, los tres reyes emprendieron el viaje de vuelta. Melchor los dirigía, convencido de que el regreso sería más tranquilo. Sin embargo, la voz de Gaspar lo sacó de su error:

—Has mirado demasiado a José.

—No empieces —respondió Baltasar en tono conciliador—, ya sabes que solo tengo ojos para ti.

—No pasa nada, si te ha gustado me lo dices y ya está, nadie dice que no podamos mirar a otros.

—No tengas duda de que yo solo te quiero a ti, pero… la verdad es que José tiene unos ojos muy bonitos.

—¡Lo sabía! —Gaspar se detuvo y giró el camello para mirar a Baltasar—. Y el pastor, ¿eh? ¡¿Qué tenía bonito, además de los ojos?!

—¡Que no estuve con ningún pastor, maldito celoso paranoico!

Melchor apretó el paso. Mejor dicho: hostigó a su camello para que corriera como nunca en su vida. Él se iba solo, ya habían cumplido su misión y no tenía que aguantarlos más. Por él, como si se quedaban perdidos en el desierto para siempre… entre pastorcillos.

Con este relato participo en el concurso de Zenda #cuentosdeNavidad.

Mi primer viaje

mi primer viaje

Imagen de Jose Antonio Alba en Pixabay

No puedo dejar de sonreír y saltar: ¡nos vamos de vacaciones! He estado nerviosa desde que me lo contaron y hoy aún más, porque ¡por fin ha llegado el día! La verdad es que parece que soy yo la única de la familia que está contenta; supongo que será porque también soy la única que nunca ha salido de la ciudad. Cuando solo estaba mi hermana Sara viajaban por los menos dos veces al año, y antes de nacer ella lo hacían mis padres solos. Y ahora nos vamos los cuatro, ¡qué emoción!  

Mamá ha preparado una mochila para cada uno, y una maleta con ruedas para papá y otra para ella. Como no tenemos coche y por aquí ya no pasan autobuses, debemos ir andando. No sé cuánto tiempo ni hasta dónde; no me lo quieren decir, ¡es una sorpresa! Llevo a Mufli, mi conejita de tela, en brazos. Canto, salto, y corro alrededor de mi familia. Sara no quiere jugar conmigo; últimamente se cree muy mayor y hace todo como los adultos, qué aburrida. Papá me grita todo el rato que ande normal o me cansaré el doble. Seguir leyendo

Difícil decisión

difícil decisión

DIFÍCIL DECISIÓN

Una gota de sudor se desliza desde mi frente mientras observo el panel de mandos de la condenada máquina. No estoy seguro de haber elegido la opción adecuada, y un error podría ser funesto. Me palpitan las sienes y por encima del ruido del fuerte latido de mi corazón escucho, desde dentro de mi cabeza, a mi madre rogándome que no lo haga, que piense con la cabeza, sea un buen hijo y me quede a su lado. No le hice caso. Ni sus lágrimas me detuvieron; fui capaz de mirarla a los ojos y decirle que la decisión estaba tomada y nada me detendría.

Y ahora estoy aquí, indeciso, tembloroso, amedrentado. Quisiera dejar de ser un hombre de cuarenta y cinco años y volver a ser un niño y estar junto a ella, que me siente en su regazo, me abrace y me diga que todo ha sido una pesadilla y a su lado no me pasará nada malo. Pero ya no puedo volver atrás. Seguir leyendo

Orreaga, 778

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ORREAGA, 778

Roncesvalles, 15 de agosto de 778.

Bihox permanecía quieto en el lugar que su padre le había indicado: agazapado tras un árbol. Era la primera vez que iba a tomar parte en un ataque. Aunque aún debía esperar a la siguiente siembra para ser considerado adulto, habían hecho una excepción con él y los de su tiempo, ya que necesitaban juntarse el mayor número de guerreros posible y, aún así, serían inferiores al enemigo.

Las cuerdas que ataban sus abarcas, desde el tobillo a la rodilla, le apretaban demasiado. Las piernas se le comenzaban a entumecer. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, se le pegaba a la frente, empapada por el sudor, y le dificultaba la visión. Constantemente lo retiraba y lo metía por detrás de las orejas. Miró a su padre y a los otros dos hombres que veía desde su posición: no parecía que a ellos les molestara el cabello. Se fijó en que les goteaban las tupidas barbas; por lo menos, él no tenía ese problema, apenas habían comenzado a crecerle algunos pelos debajo de la nariz. Seguir leyendo

Saregilea

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Con este relato participo en el concurso de Zenda #Historiasvascas #ZendaIpuinak.

SAREGILEA

Egun horretan arraroa iruditu zitzaidan bera ez egotea. Orain dela hilabete bat izan zen, portutik pasatu eta emakumea ez zegoela berehala konturatu nintzen, nahiz ta aspaldi beragan arretarik ez ipini. Guztiok Saregilea esaten genion ta paisaiako zati bat bazen bezala geneukan; arnasa hartzen zuen estatua kutuna: egurrezko aulki batean eserita, gona ta alkondara beltzak ta alpargatak. Neguan, berokia ta galtzerdi luzeak. Ile zuria motots baxu batean jasota; aurpegia zabala, urte eta inguruneaz zimurturta. Eta begiak… maite eta gorrotatzen zuen itxasoan galtzen ziren, ikusi gabe. Seguir leyendo