
FELIZ Y SATÍRICA NAVIDAD
Me encanta la Navidad. Es mi momento preferido del año; una época mágica de la que disfruto hasta el más mínimo detalle. Llamadme fanática, pero me gustan incluso las compras de última hora: salir bajo las luces de colores con la bufanda hasta la nariz y la prisa en el cuerpo a perderme entre una marabunta estresada. Me ilusiona que la persona que me cobra lleve un gorro de papá Noel y me felicite las fiestas con una sonrisa.
Hoy ha sido un día de esos. Vuelvo a casa con siete bolsas, de las cuales, lo reconozco, cinco portan regalos para mí. En nada llegaré a mi precioso hogar, que por supuesto he decorado de acorde a las fechas en las que estamos: un árbol de Navidad en el salón, adornado con cintas y bolas doradas, rojas y plateadas perfectamente distribuidas; un belén de más de cien figuras que abarca a lo largo casi todo el pasillo, con su molino de agua en funcionamiento y luces que simulan el día y la noche; y espumillones de colores repartidos por todas las estancias. Sí, hasta en el baño.
Sonrío al divisar la secuencia de las luces enroscadas en la barandilla de mi balcón; sin duda las más llamativas de toda la fachada. Poco me dura la sonrisa… ya está el indigente al lado de mi portal. Joder, es que ¿no se puede ir a otro sitio en estos días, en vez de estar ahí sentado y estropear la bonita estampa navideña? Por dios, con lo violento que me resulta ignorarlo mientras paso a su lado, y abrir la puerta simulando que no me doy cuenta de que me observa entre las mantas raídas y los cartones mugrientos. Qué asco.
Entro en casa enfadada y enrabietada. Tiro las bolsas en una esquina, ni siquiera me apetece probarme mis adquisiciones del día. Maldito pordiosero, se ha cargado mi espíritu navideño.
Con este relato participo en el concurso de Zenda #cuentosdeNavidad.