De certezas y saberes

De certezas

Hace tres años, siete meses y catorce días falleció uno de mis mejores amigos. En el velatorio, su hermana me dijo: «Te quería mucho». Le contesté: «Lo sé. Y yo a él». Me contestó: «Él lo sabía». Y, de repente, esa certeza me llegó como una verdad inamovible, calmante del dolor emocional y muy reconfortante. He pensado mucho en ello desde entonces.

No valoramos la amistad de la misma manera que otros tipos de amor. No se le han dedicado, ni de lejos, tantos poemas, cuadros, películas… como al amor a la familia o al romántico. No hay crímenes ni venganzas por amistad —no más allá de primaria—. Y, si lo pensamos bien, es un sentimiento más desinteresado y espontáneo: sin lazos de sangre (qué primitiva me ha parecido siempre esta expresión) que nos obliguen a mantener esa relación; sin exclusividad, sin presión por construir nada que case con el pensamiento social. La amistad no es una planta que hay que regar día a día para que florezca; es una planta de esas que aguantan un montón de tiempo sin regarlas y que no se ahoga, por mucho que un día suelto le eches tanta agua que le escurra a la vecina de abajo. Tipo cactus, sin pinchos.

No me diréis que no es amor del más puro el que hace que, cuando llamas a una persona con la que hace meses que ni hablas ni te mandas ni un guasap (¡un guasap!, que es gratis e instantáneo) y le cuentas tu último drama, encuentres interés, comprensión y llamada a la acción. No me diréis que no reconfortan esos «aquí estoy para lo que sea», «me dices cualquier cosa que pueda hacer por ti», «me gustaría tenerte más cerca para ayudarte», cuando sabes que son sinceros. Puede que nunca llames para pedir nada, pero tienes la certeza de que lo dicen de verdad, y con eso ya están haciendo mucho por ti.

Esa certeza es algo mágico. ¿Cómo ha surgido? Ni idea. Nace y crece entre personas que puedan o no tener algo en común. Da igual la edad, el sexo, las costumbres, las ideas… ocurre y es maravilloso: saber que alguien te quiere porque eres tú, que sufre y se alegra contigo, que no te juzga, que te da consejos directos amortiguados por el cariño, que siempre está ahí. Y lo que hace perfecta esa unión es que esa persona sabe que tú sientes lo mismo por ella.

Hubo un tiempo en que consideraba amistad cualquier relación que pasara un pelín de conocida y no fuera familia ni pareja. Ya no. Ahora la amistad me parece algo más íntimo, desinteresado y firme. Es una columna inalterable mientras todo gira alrededor a cámara rápida. Tengo la suerte de tener unas cuantas amigas (he decidido usar el femenino como plural), repartidas a una distancia entre cuarenta y un número indeterminado de kilómetros, aguantando mis silencios y también mis verborreas interminables.

Puedo decir que ellas saben quiénes son, y no en plan «generalizo y así no me olvido de nadie, que luego se me mosquea». No, lo digo en plan «sé que lo sabéis». Eres tú, que hemos creado una familia paralela y transmitido nuestro sentimiento a la siguiente generación. Sois vosotras, que me acogisteis hace más de media vida y aquí seguís. Tú, que llegaste a mí como «novia de» y ahora recorres las curvas que haga falta para estar conmigo, y siempre nos falta tiempo. Vosotras, demasiado lejos físicamente para quedar en el día; que vuestra generosidad se alarga a través de mí hasta los míos, que nos apena no estar más cerquita, que lloramos y reímos por mensaje, que brindamos el 1 de enero por que este año podamos achucharnos.

Chicas, me hacéis afortunada; gracias a vosotras siempre salto con red. Y aunque sé que no hace falta que os lo diga: os quiero. Sé que también vosotras a mí.

Semáforo rojo

donde el alma

¿Cuántas cosas bonitas me estaré perdiendo por no haber un semáforo en rojo que me obligue a parar y reparar en ellas?

O… ¿será, quizás, que debía fijarme en esta?

¿Cómo nos ven?

Dibujo infantilMadres, padres o quienes tenéis interacción habitual con niños: ¿alguna vez os preguntáis cómo nos ven

Yo no, la verdad, pero si lo hiciera, hasta hace no mucho tiempo me habría respondido que mis hijos me ven vieja. Sí, por mucho que los cuarenta sean los nuevos treinta, con treinta años, para un niño, ya eres vieja. También diría que para ellos soy un ogro, al fin y al cabo, me paso el día regañándolos por moverse mientras comen, por chillar, por pasearse por la casa sin limpiarse las manos, por no vestirse cuando les digo que se vistan, por no recoger sus juguetes, por pelearse entre ellos… Ya os hacéis una idea, paro para no eternizarme.

El caso es que hace unos días andaban los dos pequeños llamando mi atención constantemente, y yo dándoles largas y pidiéndoles, sin éxito, que tuvieran paciencia para esperar a que terminara mis quehaceres. Entonces, el mediano, de seis años, me trae los dos dibujos que acompañan a esta entrada. Enseguida me llamaron la atención el detalle con que los había hecho y las sonrisas maravillosas que me había dibujado, aunque estaba haciendo dos actividades que no me agradan en absoluto: lidiar con el dichoso pulgón de las rosas y barrer la cocina. Después de lo bonitos que son y lo que me gustan, le digo: Seguir leyendo

Si pudiera volver atrás

Comparto mi última colaboración en Letras & Poesía. Es la primera reflexión que escribo; surgió a raíz de una de las amenas y filosóficas charlas que mantengo con Carlos de La estaca clavada en los comentarios de nuestras respectivas publicaciones.

rear-mirror-2480511__340

SI PUDIERA VOLVER ATRÁS

Todos hemos pensado y oído decir alguna vez a los demás: «Si pudiera volver atrás…». Todos, sin excepción, retornaríamos al pasado si fuera posible, bien por cambiar algo en concreto o bien para tener más tiempo por delante.

Los hay que dicen: «Me gustaría volver atrás en el tiempo pero sabiendo lo que sé ahora». Esto me plantea una duda: ¿cuánto atrás? ¿A los diez años? No me imagino a un niño con la personalidad de un adulto tocando timbres y huyendo, corriendo tras las niñas para levantarles la falda o escribiendo en la pared del gimnasio que el profesor se tira pedos en clase —mamá, es todo inventado—.

Seguir leyendo