Diecisiete escalones

Diecisiete peldaños

Echó un último vistazo a su aspecto en el espejo del recibidor y salió al descansillo. Comenzó a subir la escalera: un pie arriba, y el otro al mismo escalón. Oía su respiración, demasiado alta, y la protesta golpeadora del corazón. «Me da igual, no voy a entrar en esa máquina infernal pegada a la fachada, aunque me haya costado un ojo de la cara».

Diecisiete peldaños separaban su piso del de Rosa, la vecina de arriba. Un esfuerzo considerable para un cuerpo fatigado, pero estaba decidido a preguntárselo. Mientras subía, le aparecían en la mente diferentes estampas: las estresantes e interminables cenas de Nochebuena cuando se juntaba toda la familia; la primera que pasó sin su mujer y con su hija mayor, que se empeñó en acompañarlo; la siguiente, nadie más que él a pesar de la insistencia de sus hijos. «Joder, papá, pareces escrux», le dijo el pequeño. «¿Escrux? Qué demonios será eso, ¿es que los jóvenes no saben hablar normal?». También visualizó la mesa para dos que había dejado puesta en el comedor, y al repartidor del supermercado comentar lo que se alegraba de que por fin se animara a preparar algo especial. «Cómo se le borró la estúpida sonrisa cuando le dije que se quedaba sin propina por metomentodo», pensó y soltó un ruido ronco y algo nasal. Recordó, asimismo, oír a Rosa llorar, después de hablar con alguien —su hija, suponía— por teléfono y decir que claro que lo entendía, que por supuesto lo más sensato era no juntarse. Entonces se dio cuenta de que hacía mucho, mucho tiempo que no corrían sus infernales nietos por las escaleras como potros salvajes ni le taladraban los tímpanos al pasar por delante de su puerta. Tanto como hacía que no se ponía los tapones para que los trotes asilvestrados en el piso de arriba le impidieran descansar.

Ya estaba delante de la puerta. Necesitó unos minutos para intentar recuperar el aliento y darse por vencido. Con el dedo índice de la mano izquierda pulsó el timbre.

A Rosa le extrañó que llamaran a las siete de la tarde del veinticuatro de diciembre, pero por más hipótesis que pudiera haber hecho, jamás habría acertado quién era. No supo qué pensar al ver a Antonio, el vecino de abajo, delante de ella, con —habría apostado— el traje de su boda, que ya no rellenaba y se le arrugaba en los tobillos, un pañuelo en el bolsillo y el pelo estirado hacia atrás pegado a la cabeza. Ese vecino que como mucho contestaba con un «bah» a los saludos, que por suerte ya no iba a las reuniones de la comunidad, que daba golpes en el techo con la escoba cuando la visitaban sus nietos —¿hacía cuánto de la última vez?—, que solo salía de casa para vaciar el buzón y al que, según el mayor, adelantaría un oso perezoso.

Antonio miró a Rosa, que a su vez lo miraba sin pestañar. Entonces, dijo «Bah» y se dio la vuelta.

Rosa abrió aún más los ojos. No recordaba que le hubiera ocurrido nada tan surrealista como aquello. Cuando Antonio ya había empezado a bajar —un pie primero, y el otro al mismo escalón—, volvió a girarse y después de un pie arriba, luego el otro, estaba de nuevo frente a ella.

—¿Te gustaría cenar conmigo esta noche? Ya lo tengo todo preparado. He hecho langostinos. Y endibias rellenas— dijo con una voz raspada que, Rosa supuso, no era tanto por la edad sino por la falta de uso. Al no obtener respuesta, Antonio continuó: —No tienes que tener miedo de contagiarte, yo nunca salgo ni estoy con nadie, ni con mascarilla ni sin ella—. Enseñó los dientes y Rosa sospechó que tenía aún menos costumbre de sonreír que de hablar.

Lo primero que pensó es que aquello debía de ser alguna especie de broma. «Pero… ¿de verdad este hombre se prestaría a algo así?». Pestañeó y, de repente, le pareció hasta tierno con esa pinta de donjuán trasnochado y, si decía la verdad, para que ella no estuviera sola —¿por qué si no?—, había gastado tiempo en preparar la cena para los dos. «Y dinero, con lo rata que es, la que montó para cambiar los buzones, y lo del ascensor prefiero no recordarlo… ¡Qué demonios!».

—Muchas gracias, Antonio, me encantaría.

Él alargó el codo para que ella se agarrara y, desacompasados, bajaron juntos las escaleras: un pie abajo, y luego el otro al mismo escalón.

Imagen de Carlos Moya, de La estaca clavada y La estaca clavada 2.0.

Volver

Me gustaría contarte que hoy he vuelto y he descubierto que treinta años no han sido suficientes para cerrar la herida. Todo se me aparece igual que lo recordaba, pero más ajado. Como yo. Miro la silla tirada en el suelo, rota. La valla con la que cercabas las ovejas ahora está oxidada; cuánto me gustaba ayudarte a meterlas, y cómo me regañabas porque las ponía nerviosas. Me sorprende que las fundas de los cartuchos sigan ahí, ensartadas en las puntas del cercado, aunque descoloridas. Creo escuchar tu voz: «Encuentra tres verdes, cuatro rojas, dos amarillas y cinco azules». Ahora sé que solo era una manera de mantenerme entretenido, pero era mucho lo que me divertía, y qué orgulloso te los llevaba cuando los conseguía reunir. Los árboles están más altos, solo ellos parecen haber seguido con vida. El resto se antoja muerto. Como tú. Seguir leyendo

Andanzas nocturnas

mar en tempestad

Imagen de Fernando. Flickr

Los ronquidos de la abuela me recuerdan que estoy en casa de mis padres. Y luego dirá que no puede dormir por los dolores. Por si no fuera suficiente haber tenido que volver, además comparto mi antigua habitación con ella. Que yo la quiero mucho; pero antes me leía un cuento al acostarme y ahora me duermo oyendo sus oraciones y el sonido de las cuentas del rosario.

Enciendo la pantalla del móvil; pasan siete minutos de las tres de la mañana. Con cuidado me levanto y salgo de la habitación. Entro al baño y solo después de haber cerrado la puerta enciendo la luz. Me miro en el espejo. Hay algo raro en el reflejo; una especie de ondas desdibuja apenas mi imagen. Un presentimiento se adueña de mí y la tripa me cosquillea. Es una locura: presiento que un mundo fantástico me espera tras el espejo. Me acerco despacio, hasta que mi nariz casi roza el cristal. Cierro los ojos. A la de una, a la de dos, a la de tres. Con fuerza me lanzo hacia delante y… Seguir leyendo