El último día de vacaciones lloré un montón. Se acababan los días de baños en el mar, castillos de arena y helados en la merienda. Ya no podría dormir lo que quisiera ni estar en la calle hasta el anochecer.
A la mañana siguiente no podía moverme de la cama. Remoloneé todo lo que pude, aguantando el zarandeo y los gritos cada vez más altos de que fuera ya a la cocina. Pero, al final, tuve que levantarme a ponerle el desayuno a la ansiosa de mi hija.