Ojalá pudiera olvidarlo, pero lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer. Viajé en tren hasta Lisboa por un asunto de trabajo. Me registré en el hotel que me habían indicado y, como ya era tarde, entré en el restaurante con intención de cenar.
Me sorprendió muy agradablemente que allí mismo estuviera actuando una cantante de fados, pero más aún su hermosura. Y mi sorpresa fue ya inmensa cuando, tras cruzarse nuestras miradas, mantuvo la suya en la mía hasta acabar la canción y bajó del escenario para acercarse a mí. Apenas nos dijimos nada; no hacen falta palabras cuando los cuerpos hablan, y al poco rato estábamos en la cama de mi habitación.